Cuando era chica, cuando tenía entre trece y catorce años, deseaba haber nacido hombre. Pensaba que de haber nacido hombre todo sería más fácil, por ejemplo tendría mi propio cuarto, ergo: tendría mi privacidad. Las mujeres de mi casa no teníamos privacidad y no pudimos conquistar nuestros espacios privados hasta llegada la adultez y con ella la independencia económica, al menos en mi caso. Pero no estaba muy segura de por qué me imaginaba que ser hombre era más fácil más allá de que ellos tenían su propia habitación y nosotras estábamos obligadas a compartir nuestra intimidad. Sólo sé que tenía ese sentimiento en mí, que vacilaba entre culpa por haber nacido mujer y celos de los privilegios de los varones.
Cuando era más chica, cuando tenía entre diez y doce años, opté por volverme una niña machona antes que un pequeña histérica y creo que fue porque no sabía cómo ser femenina sin sentirme una boluda. Tenía amigos varones con quienes escuchaba música y compartía pavadas, uno de ellos dijo estar enamorado de mi en sexto grado y le pegué una piña por traidor. Yo lo consideraba mi amigo y pensaba que él se habia confundido al pensar que nuestra amistad era otra cosa. Teníamos once años y yo me enojaba porque me ponían en el lugar de 'la minita'. Mi reacción ante este hecho fue volverme más machona, ocultar mi feminidad, porque la consideraba una amenaza, y retraerme en la música y en el dibujo.
Cuando cumplí quince años mis viejos no podían costear un cumpleaños de princesa, pero yo tampoco quería uno: mi vicio a los catorce era encerrarme en el cuarto de mi hermano mayor (porque él sí tenía cuarto propio con equipo de música) escuchar nirvana y deprimirme. Mi cumpleaños de quince fue en mi casa, yo vestida de jean, remera y zapatillas topper y con la discografía de nirvana de regalo quinceañero. A los días del festejo mi primo se acercó y me dijo "a esta edad a los chicos ya no les gusta las chicas machonas". Esa frase, que seguramente mi primo olvidó por completo, para mi fue una visagra. Tener diez años y jugar a la luchita con tus hermanos, primos y amigos es una cosa, pero tener quince años y no ser una lady implicaba otros riesgos para la sociedad machista donde me crié. Significaba, por un lado, la amenaza de que sea homosexual, de que sea una torta; y, por el otro, implicaba el hecho manifiesto de que yo no seguía con claridad los modelos de conducta que la sociedad esperaba que siga. Tuve miedo de ser lo que era, una chica algo tímida, poco femenina y que no miraba rebelde way. Cuando de más grande una de mis amigas de la escuela me confesó que era lesbiana, y lo hizo con mucho pesar y dolor, sentí de nuevo que la gente esperaba algo diferente de nosotras: de ella esperaban que tenga un novio, de mi esperaban que deje de cambiar de novios como de calzones, porque una niña correcta elije un novio, lo conserva, se casa, tiene hijos y reproduce la familia burguesa sin chistar.
Esta sociedad, la sociedad capitalista, ataca y oprime a las mujeres y a todas las formas de disidencias sexuales con el fin de normalizar y estandarizar la conducta femenina porque nosotras somos las productoras y reproductoras de vida y por lo tanto de fuerza de trabajo. Por eso una nena machona cuyo objeto en la vida no era casarse y tener hijos, y su amiga torta, representaban una pequeña amenaza para la sociedad, para la ciudad conservadora donde nos criamos; y aquellos que, inconcientemente o no, inocentemente o no, reproducen los valores hegemónicos de esta sociedad patriarcal nos hicieron saber durante nuestra adolescencia que nosotras éramos una desubicadas. Desde entonces nunca super cómo ser femenina sin sentir que yo misma me cosifico.

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