La semana que viene cumplo veintiocho años. Es inevitable que intente mirar hacia atrás y ver qué he hecho, qué tengo hasta ahora -como si de tener se tratase la cosa-. Tengo veintiocho años y no tengo un título universitario. Tengo, en cambio, cuatro cajas con dibujos que mi gata insiste en aplastar y usar como nido.
Soy mujer y eso me ha costado, iba a escribir 'demasiado' pero no es cierto. Sí es cierto que me ha costado. Pude, de alguna manera, repensar los acontecimientos que forman mi historia personal que tienen una íntima relación con el machismo y el patriarcado, de modo que no quede más que transformar lo dado. Tengo suerte de poder pensarlo. Las cosas que yo viví, me doy cuenta, son una representación más, una materialización más de los valores de la cultura en la que me crié. Cultura que, creo yo, está cambiando, hay que cambiar.
Pienso, tengo veintiocho años y sé que, al menos, he amado. No se puede decir que mucho ni muy profundamente, pero algo es algo.
Tengo veintiocho años y dibujo.
Pero siento que me dediqué al dibujo porque era más fácil de esta manera. Había aprendido a dibujar mirando los dibujos de mi papá en su cuarderno de primaria. Mi hermana, mi hermano y mi prima dibujaban. Incluso hay un cuadro pintado sobre un bastidor por mi primo cuando tenía diez o doce años, que mi mamá guarda en algún lugar de la pieza de mi hermano. La diferencia es que me yo me comí el fla', como dice la gente. La diferencia es que cuando tenía doce años decidí que iba a ser una artissssta e iba a dibujar super bien, que iba a aprender. Yo sé que era cuando tenía doce años porque estábamos en el salón del medio, donde cursamos tercer y séptimo grado, y yo estaba sentada en mi banco con el jumper gris y el pulover azul, en el del medio, en la fila que estaba contra la pared. Yo estaba sentada en el banco cuando decidí eso. Miraba un dibujo de no sé quién, ¿de Berni? Quizás. Lo miraba y pensaba -yo nunca voy a dibujar así- pero en mi fuero interno lo deseaba y acá estoy. Tengo veintiocho años y mi manija ha hecho que aprenda todo lo que pueda procesar mi cerebro sobre el dibujo y algo sobre el lenguaje visual.
Pero me aburre. Cuando escarbo más adentro de mis recuerdos sé que en cuarto grado, cuando tenía diez años, o nueve, pedía un piano, quería tocar el piano, me imaginaba horas tocando el piano. No estoy segura de haberle dicho a mis papás que quería un piano, quizás lo hice sólo una vez. Pero mi cuentito personal dice que a mi no me compraron un piano, que en vez de eso me mandaron a clases de dibujo, de plástica, de pintura. Odiaba plástica en la escuela y salvo el taller de Silvio, donde él me enseñaba proporción cuando tenía doce años, odiaba tener que pintar o cosas así. Aún hoy no estoy segura si lo disfruto. Sin embargo dibujo. Porque es más fácil.
La cosa es que ya pasó todo eso, ya no dependo de mis viejos, no puedo llorar ahora y decirles -mamá, papá, ¡quiero un piano!-. No va a pasar. Por el contrario tengo todo para ponerme a tocar; me mudé a una casa extraordinaria con una amiga que tiene un piano eléctrico. Se acabaron las excusas.
Sin embargo hay cosas que me gustan del dibujo; me gusta hacer retratos porque, no sé si se han dado cuenta pero, hacer un retrato es mantener viva a una persona. En el Museo Nacional de Buenos Aires hay una pintura de Rembrandt, un retrato de su hermana. La hermana es una gordita rechonchona, no es agraciada, pero tiene algo en los ojos y esa pintura sabe mantenerla viva. Mantiene viva la mirada. Eso es algo lindo del dibujo, de la pintura, es difícil conseguirlo pero es una alegría viva cuando se logra hacerlo.
Tengo veintiocho años y adoro la historia del arte, la historia de las imágenes. Cómo las diferentes civilizaciones materializaron sus valores, sus creencias, sus modos de entender el mundo, de recortarlo. Creo que eso es el arte y tengo suerte de aprender y de estudiar el lenguaje visual de esa manera. Pero dedicarme a sólo una cosa, solamente dibujar y comerme el flash del artista me parece que sería traicionarme, porque no soy eso. Siento con mucha fuerza últimamente que si tuve y tengo el privilegio de dedicarme a una actividad tan ociosa como el dibujo y, de a ratos, la filosofía; no puedo más que compartir ¿devolver? todo lo que tengo.
El fla' que se acabó es el del artista, no el de la actividad. Todas las cosas que yo creía que implicaban el concepto de artista me parecen hoy día una reverenda porquería. Nadie aprende solo, nadie tiene un don, hay gente que le dedica más tiempo que otra, hay gente que tiene acceso a la educación artística.
La pregunta es ¿por qué hay gente que puede dedicarse a cultivar sus sensibilidades?
¿Qué clase de poder es ese?
Los bienes culturales, diría un sociólogo.
That's it.

2 comentarios:

efe dijo...

Firmo acá y a ciegas, que esas cuatro cajas valen más de lo que podría cualquier papel titulado.
https://www.youtube.com/watch?v=tHeLQPxgH4U
(y para que te robes unos minutitos en el piano)
unos saludetes!

nietochka dijo...

gracias, pero andá a saber si alguno de esos dibujos sobrevive al celo de mi gata.
Saludos!